Hace dos meses se anunciaba en Casa de Gobierno la implementación del Programa PROGRESAR.
Esto tuvo una importante difusión, porque vino a responder una demanda largamente sostenida, sobre los cientos de miles de jóvenes que no tienen ocupación conocida (llamados “ni-ni” porque “ni trabajan, ni estudian”).
Desde el momento mismo del anuncio empezaron a escucharse opiniones de referentes políticos, en general favorables sobre el nuevo Programa. A diferencia de lo que pasó con la Asignación Universal por Hijo, en esta oportunidad no se oyeron voces que repudiaran explícitamente la medida, o que evaluaran negativamente su posible impacto desde afirmaciones prejuiciosas (basta recordar las declaraciones del Senador Sanz sobre la droga y el juego como destino de la asignación, o bien las del ahora diputado Miguel del Sel, sobre el uso de los embarazos con el único fin de cobrar ese monto).
En el caso de PROGRESAR no hubo un fogoneo mediático destacable para instalar esos prejuicios en el sentido común a partir de ponerlo en la agenda pública, por lo cual fue más sorprendente -al menos para quien escribe- la fuerza con la que la crítica negativa se expresó rápidamente en los barrios (en mi barrio por ejemplo), sustentada en el mismo prejuicio de clase con el que se atacaba a la AUH. Y si me resultó sorprendente fue porque este antecedente -el prejuicio negativo sobre la AUH- había sido desestimado por los datos, por estudios e investigaciones y por las escenas que se veían en todos los barrios populares.
Y por poner otro ejemplo, el éxito de Conectar Igualdad había desestimado también los prejuicios respecto del uso que iban a hacer los estudiantes de las máquinas, donde los detractores sostenían que los jóvenes las iban a vender, que las iban a robar para generar un mercado negro de netbooks, que las iban a usar exclusivamente para no estudiar, etc.
Entonces, pensando que estos prejuicios habían quedado atrás por la fuerza de los datos, y creyendo que la única verdad es la realidad, esta ilusa antropóloga peronista supuso que a PROGRESAR no le quedaba otra que ser bien recibido por la sociedad toda, o al menos por los sectores populares.
Desde el momento del anuncio me dediqué, de manera no sistemática y por una especie de “curiosidad entrenada”, a preguntar a vecinos, amigos, docentes, familiares, su opinión sobre PROGRESAR. Y con gran desilusión encontré que todavía nos queda un largo camino en la construcción de ciudadanía, en lo que llamamos cotidianamente la “batalla cultural”. Porque los prejuicios siguen fuertemente instalados, llamativamente dentro del propio sector más beneficiado por estas políticas de inclusión. Porque una podría suponer que los prejuicios de “clase” son ENTRE distintas clases, más precisamente desde las más poderosas (que pueden imponer sus discursos sobre la realidad y, por ende, sus prejuicios) hacia las menos poderosas.
Pero ya en 2009, investigando los impactos de la AUH, descubrí que el prejuicio atraviesa la condición social, y se impone como un sentido común general que brinda un cómodo “telescopio” para ver la realidad: primero porque nos pone afuera y lejos de lo que pasa, segundo, porque nos regala una explicación grande y fácil de los problemas sociales, que fundamentalmente nos exculpa de nuestra ciudadanía, de nuestra responsabilidad por lo menos en complejizar la mirada sobre los “otros”, que muchas veces, y especialmente en este caso, somos nosotros mismos.
Y para no sostener el suspenso, diré que escuché (creo que muchos de los que leen habrán escuchado cosas similares), entre otras, las siguientes afirmaciones: “este programa va a fomentar la vagancia de los que ya son vagos”; “ahora les vamos a dar plata a los delincuentes para que estudien y después vayan a robar”; “les vamos a cuidar los hijos para que estudien cuando yo me tuve que pagar una guardería”; “por qué le voy a pagar la universidad con mis impuestos a los hijos de los que no laburan”; “esa plata termina en la cerveza de la esquina”; “si no pueden mantener hijos para qué estudien que salgan a laburar”, etc., y miles de etc. Lo hablamos bastante con un compañero comunicador, de los que piensan y analizan antes de decir: Gerardo Fernández.
Y buscando cómo empezar a desenredar la maraña encontré un concepto de De Souza Santos: el fascismo societal. Él dice que el fascismo societal no es un régimen político, es más bien un régimen social y civilizacional. Se trata de un tipo de fascismo pluralista, producido por la sociedad en lugar del Estado. Y genera efectos segregacionistas y excluyentes, como responsabilizar a un otro negativizado (el pobre, el joven, etc.) por todas las injusticias sociales, por lo cual debe ser separado, condenado, excluido.
Y esto es, justamente, el prejuicio: un “juicio” que condena sin necesidad de argumentar o justificar causas. “Es asi” sería el argumento.
Entonces, los que critican al PROGRESAR desde su inicio, con toda la evidencia y antecedentes en contra, lo hacen desde el prejuicio, desde un sentido común basado en la seguridad de que “es asi”, lo que elimina la necesidad y posibilidad de reflexionar juntos, porqué, qué y cómo trabajar con estas realidades.
Cada vez que negamos nuestro lugar y nuestra responsabilidad como ciudadanos, cada vez que no logramos problematizar las puertas que cerramos al otro porque “es asi”, porque va a hacer todo mal, porque va a nacer delincuente, porque va a dedicarse a todos los vicios de este mundo, porque mejor sería que no esté, que no exista, que esté encerrado, entonces vamos avanzando hacia el fascismo societal.
Y este post quiere ser un aporte para empezar a discutir y avanzar hacia el otro lado, hacia las victorias cotidianas en la batalla cultural.