Hace un tiempo, sostuvimos una larga discusión con el amigo Chubutense a propósito, entre otros temas, de democracia e historia del nacional-populismo. En el contexto de la discusión, mencioné un interesante artículo del sociólogo y politólogo Carlos de la Torre, Masas, pueblo y democracia: un balance crítico sobre los debates del nuevo populismo, donde ofrece una breve descripción de la democracia delegativa, tema que se trató en un post anterior a propósito del reciente adelanto electoral, y también alude a qué representa en términos generales el clientelismo y la figura del broker en términos de mediación política. El artículo de Carlos de la Torre, que puede leerse aquí, podría servir de punto de partida para reflexionar sobre las redes clientelares dentro del contexto más amplio y controvertido de los neopopulismos latinoamericanos.
Un enfoque distinto, basada en la investigación empírica, adopta un reciente estudio publicado por el CIPPEC, El clientelismo en la gestión de programas sociales contra la pobreza, realizado por Christian Gruenberg y Victoria Pereyra Iraola, del Programa de Transparencia del mismo CIPPEC, que puede leerse aquí. En palabras de la presentación del CIPPEC, el estudio muestra que "las prácticas clientelares en la gestión de programas sociales contra la pobreza son mucho más que un simple intercambio de favores por votos y que se trata más bien de prácticas extorsivas permanentes, que van desde la exigencia de dinero hasta el pedido de servicio personales y la obligación de participar en marchas y actos políticos".
El estudio se basa en un estudio cuantitativo y cualitativo realizado sobre las denuncias de clientelismo político investigadas por la Unidad Fiscal de la Seguridad Social (UFISES) desde 2002 hasta 2007 en la gestión del Plan Jefes y Jefas de Hogar y el Plan de Empleo Comunitario (PEC).
Parece casi indiscutible que el clientelismo sería el espejo inverso de los derechos de ciudadanía y, en particular, de los derechos sociales. Y que, hasta la fecha, los únicos modelos que conocemos de implementación de tales derechos son los ejecutados por una burocracia neutral dentro de un esquema coherente de políticas públicas, como las realizadas históricamente a través de distintos tipos de estados del bienestar en países con fuertes instituciones democráticas. Como el mismo estudio destaca al principio, el clientelismo sería "contradictorio e incompatible con cualquier política pública que pretenda garantizar los derechos sociales de las personas excluidas por la pobreza".
Sin embargo, en el caso argentino y otros en América Latina, parece difícil entender el clientelismo si no es un contexto más amplio de desapoderamiento intencional de las personas excluidas a causa de la pobreza y la desigualdad social, y de perpetuación de determinadas élites políticas dentro de las mismas instituciones democráticas. El clientelismo se basa al mismo tiempo en la exclusión social y la dominación política: favorece la inequidad social tanto como constriñe la autonomía individual, además de comportar, por su propia naturaleza, una asignación arbitraria de recursos. No es raro que algunos califiquen el clientelismo como una modalidad de prácticas feudales más extensas, en la medida que la larga, a veces cercenada y todavía inconclusa marcha hacia la democratización de las instituciones y la democratización de las relaciones sociales en muchos países tuvo su origen en el combate contra el privilegio feudal primero, y contra el apoderamiento privado del estado después.
En definitiva, las prácticas clientelares no serían otras cosa, vistas desde esta perspectiva institucionalista, que un síntoma más de la oligarquización de nuestro sistema político. En este esquema, la "feudalización" se produciría, incluso en un sistema político formal de democracia representativa, a partir de la existencia de grandes distorsiones en las reglas explícitas e implícitas que requiere el funcionamiento de las instituciones democráticas, por una parte, y las prácticas de la élite política a favor de sus intereses privados, por otra, que conducirían a la reproducción de mecanismos de privilegio dentro del estado y de mecanismos de subordinación y marginación hacia afuera del estado, apenas compensados por la ilusión del voto cada cierto tiempo. El clientelismo financiado a través del mismo estado sería una de las manifestaciones de esta "feudalización", como la corrupción sistémica.
En cualquier caso, el clientelismo se ha interpretado desde un punto de vista funcionalista como una relación entre intermediario/cliente o patrón/cliente, con un contrato informal y asimétrico, que puede llegar a adoptar la forma de complejas redes de intercambio, tal como apuntaba en sus primeros estudios Javier Auyero, uno de los cuales puede consultarse aquí; desde un punto de vista marxista, como un intento de mantener el control de las clases dominantes sobre las clases subalternas; o desde un punto de vista orientado en una dirección más weberiana como el que acabamos de exponer. Lo que enfatiza por su parte el estudio del CIPPEC es que, en el universo estudiado, el clientelismo se traduciría en formas de violencia.
A los que sostienen que la moral es irrelevante en política, quizá no les vendría mal pensar en una máxima del viejo Kant: "obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio". Cabe recordar que muchos de los textos de Kant expresan la rebelión de los ilustrados contra el orden feudal. Y que el dilema que plantea el clientelismo tienen más de un punto de contacto con otro dilema mucho más antiguo: derechos de ciudadanía o vasallaje.